No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. (Mateo 7:21)
Continuamente vemos ejemplos palpables de «los dos hijos» en la parábola narrada por el Señor Jesucristo en Mateo 21:28-32. Uno de ellos dijo «no quiero» pero después fué. El otro manifestó «sí, señor, voy», pero nunca cumplió su palabra.
Hemos sido testigos de casos de personas reacias que para sorpresa de todos se convirtieron en siervos obedientes. Asimismo hemos visto a personas que hicieron un hermoso despliegue de consagración, pero nunca trabajaron en la vida. Escuchan la Palabra y la reciben con gozo, pero no tiene raíz en sí, y luego se ofenden.
No me ilusiono demasiado con el niño o joven con el pecho lleno de medallas y la cabeza llena de textos bíblicos. Quizá se consagre para la obra misionera y su testimonio sea convincente, y sin embargo, jamás se ponga a trabajar en la viña.
Tampoco me aflijo demasiado por el joven obstinado que sigue inquebrantable mientras otros se rinden. El joven Saulo procedió de esa manera por algún tiempo.
No quiero con mis palabras desacreditar las medallas, los textos bíblicos ni el testimonio por una parte, ni tampoco ser indiferente a la obstinación por la otra. Pero la prueba final de la obediencia de los dos hijos que cuenta la historia narrada por el Salvador, reside en hechos y no palabras, en otros términos, en hacer la voluntad del Padre, y no meramente decir «Señor, Señor,» sin significado alguno.
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