sábado, 6 de febrero de 2016

Dos lecturas muy diferentes del Evangelio


Podemos leer el evangelio de dos maneras diferentes: o bien de forma simplemente intelectual, o creyendo que es Dios, el Creador, quien me habla.

Como Dios es amor y luz, se dirige al corazón y a la conciencia de cada uno de nosotros. El que conoce el Evangelio solo mediante su inteligencia, halla a Cristo como un maestro religioso, extraordinario por sus cualidades, su abnegación, su dignidad, su sabiduría, su paciencia, su dulzura, su pureza y su bondad.

Reconoce que Jesús nació en medio de la pobreza y que murió clavado injustamente en la cruz. Le impresiona la nobleza moral predicada y demostrada por Jesús a quien, sin embargo, solo reconoce como modelo, o como profeta.

Así pierde la ocasión de conocer a Aquel que quiere ser su Salvador. No se maravilla por la belleza moral de este "hombre" que también es Dios. No ha tenido un encuentro con Aquel que quiere cambiar y transformar su vida, como lo hacía cuando estaba en la tierra, poniendo su mano sobre los enfermos para sanarlos. Cerrando así los ojos ante la naturaleza divina del Hijo de Dios, sigue con sus falsas creencias, incluso quizás con sus críticas pretenciosas o su rechazo a declararse pecador.

Si hasta ahora hemos leído así los evangelios, ¡cambiemos nuestra manera de leerlos! No nos apoyemos únicamente en nuestra inteligencia, pues esto nos conduce a un callejón sin salida. ¡Aceptemos otro camino, es decir, el camino de la fe! ¡Jesús es la puerta! Este encuentro cambia todo en la vida. Dejemos que el mensaje divino penetre e ilumine todo nuestro ser interior.


Leer el Evangelio con fe es recibir con sencillez y respeto lo que Dios nos dice. El que lee así reconocerá en Jesús a Dios, quien vino a la tierra a vivir como un hombre para participar humildemente de su condición y sus sufrimientos.

Quedará conmovido al ver al Hijo de Dios dejar el cielo para vivir en la tierra, las flaquezas físicas de los humanos: el cansancio, el hambre, la sed, la debilidad, la pobreza... Jesús tuvo que soportar, con una paciencia ilimitada, la envidia y la maldad de los jefes religiosos, la incomprensión... ¡Y rehusó emplear su poder divino para evitar todo esto!

El que lee con fe escuchará ese clamor desgarrador: 
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?  (Mateo 27:46)
Comprenderá que esta pregunta, que marca el final de la vida de Cristo aquí en la tierra, espera la respuesta de cada uno de nosotros: «El Hijo de Dios... me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gálatas 2:20). Sí, fue por mí, criatura insignificante, culpable y separada del Dios santo y puro por la barrera de mis pecados, que el Hijo de Dios murió en la cruz.

Entonces puedo discernir el valor de ese don. Comprendo la necesidad imperativa de creer en Aquel que me amó al punto de dar su vida por mí, para que yo pudiera ser reconciliado con Dios.


Leamos, pues, el Evangelio con fe. ¡Esto será el comienzo de una vida nueva, en relación con Dios mismo!

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